“Perejil”
Por Sebastián Bowen*
Me encontré en un blog con la historia de Ewa, un niño dominicano de piel morena.
La narración cuenta que Ewa a la edad de 10 años cruzaba la frontera desde República Dominicana hacia Haití junto a su padre haitiano cuando el bus fue detenido y los inspectores le solicitaron los documentos al padre de Ewa, el cual no presentaba mayores problemas con sus papeles. Luego, los oficiales preguntaron por la nacionalidad de su hijo, ante lo que el mismo niño respondió con un claro español que había nacido en Rep. Dominicana, había estudiado en dicho país y que su madre era dominicana. Sin embargo, los uniformados le exigieron el certificado de nacimiento para comprobar sus palabras. Evidentemente no portaba dicho papel, lo que motivó a los oficiales a exigir una extraña solución: Ewa debía decir la palabra “perejil” bien pronunciada para proseguir.
Ante la impotencia del padre frente a una injusticia que afectaba a su hijo, Ewa puso todo su esfuerzo y dijo la palabra sin errores. Los uniformados se conformaron y el trayecto continuó.
Esta historia nos hace viajar al pasado escalofriante cuando comenzaba la dictadura de Trujillo y éste ordenó a sus tropas erradicar a los inmigrantes haitianos que trabajaban en los campos dominicanos. La medida para responder de inmediato a este requerimiento fue enviar a los ejércitos a recorrer los pueblos próximos a la frontera y verificar con cada persona de color si pronunciaba bien la palabra “perejil”. Quienes no lo hicieron fueron asesinados bajo los fusiles y machetes del ejército.
La palabra “perejil” es de difícil pronunciación para quienes han tenido como lengua materna el francés o el kreyol. En consecuencia, más de 30.000 haitianos murieron bajo lo que ha sido denominada “la masacre del perejil” en 1937.
Seguramente, en aquel entonces la noticia corría de pueblo en pueblo más rápido que lo que avanzaban los soldados dominicanos en su masacre. Nos podemos imaginar a niños haitianos en República Dominicana ejercitando con pavor junto a sus madres para pronunciar de forma perfecta la “jota” y la “erre suave” que tanto les cuesta, y aparentar así, pertenecer a una cultura que en ese momento definía la vida de la muerte.
Conociendo el pasado, podemos comprender mejor aún la historia de Ewa y la significancia que tuvo la pregunta del uniformado. Pero esta historia también nos permite mirar el presente y las múltiples ocasiones en que nosotros somos actores o testigos de la reproducción de la injusticia y la discriminación en nuestros países.
¿Qué tiene que ver la nacionalidad o la etnia con el derecho a la vida?
Nada. Así como el credo no puede ser un factor de selección de personal en la mayoría de los trabajos, o las reglas del mercado no tienen por qué imponerse a la organización ancestral de algunas comunidades, o la apariencia física no tiene relación con la eficacia laboral, o la condición sexual no habla de la dignidad de una persona, ni el dinero debiera ser la variable que defina tu nivel académico ni profesional, menos la condición marital de los padres debiera regir para un niño poder ingresar o no a un establecimiento educacional, así tampoco el barrio o el apellido debiera ser el criterio para acceder a privilegios en una sociedad.
La discriminación abunda en nuestras sociedades y se expresa a veces en actos cotidianos de nuestras vidas e instituciones que pueden sernos indiferentes en el día a día, pero son tan brutales y arbitrarios como la capacidad para pronunciar el nombre de un condimento.
Ayer en República Dominicana fueron los haitianos aprendiendo a pronunciar el español por temor a la muerte. Más sutil, pero no por ello menos agresivo, hoy en Latinoamérica son millones de discriminados que por temor al rechazo se ven obligados a simular una vida con códigos y conductas impuestas moral y socialmente.
Nota de www.ignacianosporhaiti.org
Sebastián Bowen (Sociólogo, 31) Es el responsable en Puerto Príncipe del Programa “Ignacianos por Haití” y trabaja en la oficina de planificación y desarrollo de la Fundación Foi et Joie Haití.